El maestro de mi edificio trabajó para Augusto Pinochet en su casa de La Dehesa. Era un buen hombre, simpático, me decía. Un gobernante, como él, hace falta para eliminar de una vez a los delincuentes, agregaba con naturalidad. Cuando le pregunté por los secuestros, torturas, ejecuciones y despariciones, la respuesta fue espontánea: “usted sabe, siempre hay mandos medios que se escapan”.
Ya nadie rechaza la categoría de criminales de un Manuel Contreras, un Pedro Espinosa, un Marcelo Morén, un Miguel Krassnoff, entre otros ex miembros del Ejército, que delinquieron en nombre del Estado. Todos ellos recibieron una sentencia judicial de ser autores de actos criminales, los mandos medios que evocaba el maestro.
Los procesos abiertos contra Augusto Pinochet quedaron en el camino, en sus comienzos, lejos de una sentencia, de modo de que nadie pudiera afirmar en forma categórica su calidad de criminal, como el caso de sus colaboradores. “La democracia chilena nunca quiso encerrar a Pinochet”, afirma el escritor Antonio Skármeta en el diario El Pais (12 de diciembre 2006), es decir, llegar a dictar una sentencia o sanción por alguna de las 300 causas en su contra.
El valor de una sentencia judicial es la de una resolución que despeja una duda o presunción, estableciendo una verdad jurídica o demostración de que la acusación corresponde a los hechos investigados. En el caso de Pinochet, aunque son muchos los convencidos de que era criminal, incluso entre ex partidarios, al no haberse arribado a una sentencia judicial, no se estableció esa verdad, que podría haber cambiado el parecer de ese chileno de a pié, como el maestro de mi edificio.
La ambigüedad propia de la política permitió que en sus funerales, instituciones del Estado, como lo son las Fuerzas Armadas y Carabineros, le rindieran solemnes honores, mientras el Gobierno optó por no reconocerle el título de Jefe de Estado, sin perjuicio de participar de los honores como Jefe del Ejército, con la asistencia de la Ministra de Defensa.
El retrato aquí dibujado es otro más de la peculiar transición política chilena. Por un lado, un Ejército que le brinda al ex dictador un solemne funeral, jamás recibido por ningún otro Comandante en Jefe del Ejército, en el que su actual jefe, el general Oscar Izurieta justifica como inevitable el rol jugado por Augusto Pinochet al encabezar el golpe de estado, sin perjuicio de lo controvertido de su gestión en lo relativo a los derechos humanos.
Por otro, un Gobierno democrático que no reconociéndole al ex dictador las competencias de Jefe de Estado, se hace presente con una representante de confianza de la Presidenta de la República, participando de honores más propios de un dictador latinoamericano clásico - de derecha, cruel y corrupto como lo identificara el Ministro del Interior- que de un Comandante en Jefe del Ejército.
Para que engañarnos más, si Augusto Pinochet lo que hizo en calidad de Comandante en Jefe del Ejército fue ponerse a la cabeza de un cruento golpe de Estado, preparado por otros, en contra de un Gobierno democrático. Todo lo demás lo hizo en calidad de dictador (o de ex dictador) sostenido por las armas de unos pocos y el miedo de muchos.