La energía está en los meollos de los acontecimientos que saltan diariamente a las pantallas y primeras planas: desastres naturales, guerras u ocupaciones militares, citas políticas, económicas o científicas o expediciones a los extremos del planeta, los polos.
En su reciente visita a Estados Unidos, el Canciller Foxley preguntó por centros tecnológicos. Buscaba ayuda para generar fuentes de energía limpias (carbón tratado, celulosa), mientras el gobierno de Bush, deseoso de acuerdos sobre energía nuclear con terceros, designaba a Paul Simon, un especialista en energía, su representante en Chile. A su vez, Venezuela, Bolivia y Argentina formalizaban el Grupo de Países Productores de Gas.
Chile, narcotizado por el exceso de consumo de sustancias mercantiles, como el de las ventajas comparativas, se adormeció con el trato suscrito con Argentina, a mediados de los 90. En lo recorrido del siglo XXI, la tranquilidad chilena y la excitación argentina, han significado que circule menos energía por la economía chilena.
Todo comienza a costar más y el desasosiego crece. El gobierno chileno sale por ayuda tecnológica. En septiembre, una comisión de gobierno entregará un informe sobre la aplicación de energía nuclear, lo que no cuadra con lo dicho por el Canciller en Estados Unidos: “está muy verde”, “es poco realista”, “requiere de un consenso inexistente”.
Un tema de interés público - de los ciudadanos - requiere de un espacio público donde éstos se reúnan a participar del conocimiento de los aspectos de diferentes alternativas de fuentes de energía y de sus ventajas y desventajas sociales, económicas, políticas, culturales y ambientales.
La televisión pública es uno de esos espacios. Se trata de presentar una serie de programas (sobre el tema energético) en que el ciudadano-telespectador pueda observar, sentir, pensar y conversar sobre una trama televisiva, que en forma coherente combine relatos visuales, alusivos a los contenidos con debates disciplinados por un editor.
Éste, tiene la misión de estimular la deliberación, la confrontación y la comprensión de enfoques, valores, ideas, interrogantes, experiencias y argumentos y, también, de articular o relacionar (editar sobre la marcha) el debate para que no pierda su norte: suscitar interés y entendimiento en el ciudadano-telespectador. Un editor con una inmersión acotada en el tema y capacidad de escucha y reacción para llevar el debate.
La trama, en este caso sobre la energía, integra discursos emocionales y racionales emitidos por un grupo en que se mezclen personas de diferentes cosmovisiones y mundos socioculturales. Un “espectáculo” basado en las sorpresas que depara la animación y los enlaces que posibilitan los discursos de la diferencia. Es la atracción de la incertidumbre, condición favorable para que cada programa sea un explorar sobre algo ignorado, misterioso, de algo por conocer.
Por contraste, evitar aquel “espectáculo”, basado en la competencia fatua, regulada por un segundero, de discursos repetidos, a veces, colmados de frases hechas, protagonizados por un grupo de personas que, aunque de coloridos relativamente diferentes, coinciden siempre en algo básico, que su entorno los adule y los consumidores de televisión los aplaudan.
El género debate en televisión está ahí, en pañales, y qué más propio que un canal público lo tome y cultive, pero aquello requiere de algo que comienza asomar: una revisión y discusión abierta de la ley de televisión pública, después de 14 años de vigencia. Una oportunidad para colocar la dimensión ciudadana del telespectador en el centro. Acaso no era ello el cambio prometido por el cuarto gobierno de la Concertación.