¿Por qué Chile tiene una gran dificultad para cerrar conflictos centenarios, como los limítrofes con Perú, de soberanía marítima con Bolivia o de territorios con el pueblo Mapuche? En los tres hubo intervención militar: guerra, ocupaciones, humillaciones, que han dejado secuelas de tal profundidad que siguen siendo capaces de desafiar tratados suscritos por ambas partes, como el caso de Perú. Con Argentina no hubo guerra y fueron resueltos por vías diplomáticas y políticas.
Otro estorbo ha sido el negacionismo de Chile frente a estos conflictos no superados. Éste pareció ceder, cuando el gobierno de Aylwin admitió que había algo pendiente con los indígenas. Legisló a su favor reconociendo sus tierras, una cultura y educación propia y su derecho de participación. También, cuando el gobierno de Bachelet acepta considerar la demanda marítima, uno de los 13 temas a negociar con Bolivia, y asume reconocer a los pueblos indígenas al ratificar el Convenio 169 de la OIT (Naciones Unidas) sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes.
Esta apertura, de encarar en vez de negar las diferencias, se cierra con la reforma constitucional destinada a adecuar las normas locales a lo establecido en el Convenio 169. Ésta desconoce el derecho consuetudinario de los pueblos indígenas y no admite que el pueblo mapuche sea sujeto de derecho - ni político ni jurídico- difuminándolo en personas, organizaciones y comunidades. Tampoco acepta la propiedad de las tierras ancestrales indígena y restringe la propiedad y uso de las aguas.
Qué distinta es la conducta de Brasil. Su Corte Suprema Federal, por 10 votos contra 1, decidió a favor del gobierno de Lula el contencioso mantenido con los arroceros del estado de Roraima. La decisión judicial restituye 17 mil kilómetros cuadrados de territorio (algo inferior a la provincia de Cautín) para que 19.000 indígenas exploten sus tierras y obliga a políticos locales y productores de arroz a dejar el lugar, en virtud de derechos adquiridos de los indígenas que ocupaban dicho territorio antes de la llegada de los europeos, reconocidos en forma expresa por la Constitución de Brasil.
El estado chileno retrocede al siglo XVIII, cuando los padres de los independentistas adoptaron la máxima “se acata y no se cumple”. Con ello reconocían el mandato del Rey, pero incumplían de hecho sus normas. Lo mismo sucede ahora: se reconoce el tratado vinculante de Naciones Unidas, pero se le resta todo impacto en la práctica.
El Convenio 169 dice: “los pueblos indígenas son iguales a todos los demás pueblos” y afirma “el derecho de todos los pueblos a ser diferentes, a considerarse a sí mismos diferentes y a ser respetados como tales” y exige a los suscritos “respetar y promover los derechos intrínsecos de los pueblos indígenas, que derivan de sus estructuras políticas, económicas y sociales y de sus culturas, de sus tradiciones espirituales, de su historia y de su filosofía, especialmente los derechos a sus tierras, territorios y recursos”.
Chile consiente estos principios, pero vuelve el negacionismo. No acepta la diversidad, tener un “nuevo trato”, de igualdad, con los pueblos indígenas; considerarlos pueblos diferentes, con su autonomía. Lo demuestra el Ministro Viera-Gallo: “en ningún caso el colectivo (pueblo indígena) puede ser considerado como un sujeto o ente autónomo capaz, entre el individuo y el Estado, al cual se le atribuyan potestades públicas o quede sometido a un ordenamiento jurídico distinto al que rige en el Estado”.
Los fantasmas se disparan, invadidos por temores sienten el acecho de una amenaza, de un potencial enemigo dentro de casa, como ese “despojado por las armas” de sus tierras en el siglo XIX. Con esa mentalidad decimonónica difícilmente se podrá cohabitar en “amistad cívica” en una época de globalización que se distingue por esa “complejidad de lo real” como es convivir con lo diverso – en la interculturalidad- entre pueblos diferentes sea en contextos estatales o supraestatales.