El 15 de septiembre, a tres días que inicie su andadura el año del bicentenario de la independencia, comienza a regir el Tratado Internacional (o Convenio 169 de OIT) que compromete a Chile cambiar sus relaciones con los aymara, colla, diaguita, kawéskar, likanantay, mapuche, quechua, rapa nui y yámana, los nueve pueblos indígenas que cohabitan con el pueblo chileno en territorios administrados por el Estado de Chile.
Chile reconoce y respeta la aspiración de estos nueve pueblos “a asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y de su desarrollo económico y a mantener y fortalecer sus identidades, lengua, religiones, dentro del marco del Estado”, según considera el Convenio.
La gran novedad es el reconocimiento de la diversidad de pueblos (cualitativamente diferente a étnias) que cohabitan en Chile, y que esta validación exige inaugurar una nueva relación (un nuevo trato) entre el Estado y los pueblos indígenas, concebidos éstos como sujetos colectivos, protegidos por el derecho, para ejercer sus capacidades de deliberación y decisión sobre sus prioridades en la consecución de su desarrollo económico, social y cultural en armonía y con la cooperación del Estado chileno.
El Tratado suscrito parece una gran oportunidad para que, ahora los 10 pueblos, se reunan en círculo a dialogar sobre una agenda que atienda los contenidos, estilos y tiempos para aplicar el Convenio e ir dando forma a un país pluricultural que incorpore gradualmente la diversidad en su narración política.
Una coyuntura propicia para torcer las dinámicas históricas dominantes del trato a lo indígena en Chile: ignorancia, trivialidad, discriminación, marginalización y represión. Los pueblos indígenas deseaban el Tratado y el estado chileno lo ha aprobado y ratificado.
Una coincidencia fundamental: el marco político-jurídico-valórico para plasmar una nueva convivencia. Sin embargo, nadie espera celebrar nada el día 15 de septiembre y es probable que la vigencia del Convenio pase despercibida.
Las políticas legislativas de reconocimiento y de reparación de los gobiernos de la Concertación no dan la medida ni la profundidad de la llamada “deuda histórica” que tiene el estado chileno, especialmente con el pueblo mapuche, el 87% de la población indígena. Personas entendidas en el tema mapuche apuntan que a los gobiernos les ha faltado aceptar la naturaleza política de un conflicto histórico.
Los problemas no son con un sector de la población chilena, sino con un pueblo, diferente al chileno, que reclama la aceptación de su indentidad propia, derechos que, contenidos en el Convenio 169, el estado debe incorporar a su ordenamiento jurídico y la restitución de tierras o territorios usurpados por la fuerza de las armas y de las leyes aprobadas para legitimar la apropiación por parte de particulares.
El desafío del estado chileno es asumir el cambio que le exige el Tratado: identificarse como un estado formado por pueblos distintos dispuestos a acordar una nueva forma de relación, desarrollando una convivencia basada en el respeto mutuo. Ello exige abandonar el ideario liberal decimonónico de los estados homogéneos que se proponen integrar a las minorías étnico-culturales subordinándolas.
Hace un año, el gobierno dio un gran paso al ratificar el Convenio 169, pero luego no ha logrado comunicar convicción ni confianza sobre el tema indígena. Hace un mes echó atrás un debate sobre un Código de Conducta para las inversiones en el habitat indígena luego de recibir la inquietud de los grandes empresarios. A quince días de entrar en vigor el Convenio, el Senado aprobó la reforma constitucional sobre pueblos indígenas sin consultarles como lo indica el Convenio.
Ni un acto público que transmita a los chilenos el mensaje de un nuevo tiempo para las relaciones con los pueblos indígenas. Las legislaciones y sus aplicaciones han quedado cortas, lejos de resolver los complejos problemas. La administración cae en una actitud mustia ante las dificultades de echar adelante una agenda indígena y sólo muestra una actitud vigorosa cuando en forma compulsiva responde con represión y leyes especiales a quienes han optado por desplegar un movimiento de ocupación de predios. Mira mas sobre estos temas aqui.
Chile reconoce y respeta la aspiración de estos nueve pueblos “a asumir el control de sus propias instituciones y formas de vida y de su desarrollo económico y a mantener y fortalecer sus identidades, lengua, religiones, dentro del marco del Estado”, según considera el Convenio.
La gran novedad es el reconocimiento de la diversidad de pueblos (cualitativamente diferente a étnias) que cohabitan en Chile, y que esta validación exige inaugurar una nueva relación (un nuevo trato) entre el Estado y los pueblos indígenas, concebidos éstos como sujetos colectivos, protegidos por el derecho, para ejercer sus capacidades de deliberación y decisión sobre sus prioridades en la consecución de su desarrollo económico, social y cultural en armonía y con la cooperación del Estado chileno.
El Tratado suscrito parece una gran oportunidad para que, ahora los 10 pueblos, se reunan en círculo a dialogar sobre una agenda que atienda los contenidos, estilos y tiempos para aplicar el Convenio e ir dando forma a un país pluricultural que incorpore gradualmente la diversidad en su narración política.
Una coyuntura propicia para torcer las dinámicas históricas dominantes del trato a lo indígena en Chile: ignorancia, trivialidad, discriminación, marginalización y represión. Los pueblos indígenas deseaban el Tratado y el estado chileno lo ha aprobado y ratificado.
Una coincidencia fundamental: el marco político-jurídico-valórico para plasmar una nueva convivencia. Sin embargo, nadie espera celebrar nada el día 15 de septiembre y es probable que la vigencia del Convenio pase despercibida.
Las políticas legislativas de reconocimiento y de reparación de los gobiernos de la Concertación no dan la medida ni la profundidad de la llamada “deuda histórica” que tiene el estado chileno, especialmente con el pueblo mapuche, el 87% de la población indígena. Personas entendidas en el tema mapuche apuntan que a los gobiernos les ha faltado aceptar la naturaleza política de un conflicto histórico.
Los problemas no son con un sector de la población chilena, sino con un pueblo, diferente al chileno, que reclama la aceptación de su indentidad propia, derechos que, contenidos en el Convenio 169, el estado debe incorporar a su ordenamiento jurídico y la restitución de tierras o territorios usurpados por la fuerza de las armas y de las leyes aprobadas para legitimar la apropiación por parte de particulares.
El desafío del estado chileno es asumir el cambio que le exige el Tratado: identificarse como un estado formado por pueblos distintos dispuestos a acordar una nueva forma de relación, desarrollando una convivencia basada en el respeto mutuo. Ello exige abandonar el ideario liberal decimonónico de los estados homogéneos que se proponen integrar a las minorías étnico-culturales subordinándolas.
Hace un año, el gobierno dio un gran paso al ratificar el Convenio 169, pero luego no ha logrado comunicar convicción ni confianza sobre el tema indígena. Hace un mes echó atrás un debate sobre un Código de Conducta para las inversiones en el habitat indígena luego de recibir la inquietud de los grandes empresarios. A quince días de entrar en vigor el Convenio, el Senado aprobó la reforma constitucional sobre pueblos indígenas sin consultarles como lo indica el Convenio.
Ni un acto público que transmita a los chilenos el mensaje de un nuevo tiempo para las relaciones con los pueblos indígenas. Las legislaciones y sus aplicaciones han quedado cortas, lejos de resolver los complejos problemas. La administración cae en una actitud mustia ante las dificultades de echar adelante una agenda indígena y sólo muestra una actitud vigorosa cuando en forma compulsiva responde con represión y leyes especiales a quienes han optado por desplegar un movimiento de ocupación de predios. Mira mas sobre estos temas aqui.