La acción directa de los estudiantes conmovió a la sociedad el año pasado, como la palabra directa de un monseñor la ha impresionado recientemente. Un movimiento y un discurso traslucen la desigualdad como fuente de malestar social y cultural. Un descontento corre, con más o menos intensidad, por el interior de las personas, de las familias, de los barrios, de las ciudades, de las regiones, de la sociedad chilena.
Un llamado de atención a la desigualdad social y económica, pero también en el acceso y en el trato, lo que afecta la dignidad del ciudadano y de la persona. Un malestar provocado por formas de organización y relaciones sociales impulsadas por ideas, valores y prácticas de la elite en el poder y no por motivos naturales.
Estas condiciones se dan sin fronteras, distinguen a esta época. Lo recordaba un prominente dirigente internacional: “desde hace 25 años que los desequilibrios entre Estado, mercado y sociedad se han roto a favor del mercado”. En Chile se ha perfilado un Estado acotado, a la defensiva; una sociedad civil insignificante y un mercado libre y estimulado, donde grupos empresariales nacionales y transnacionales campean.
“Crecimiento con equidad” se prometió en los 90. Dos términos que definitivamente parecen no amigarse en un modelo de producción de desequilibrios resistentes, como el adoptado desde hace 32 años en Chile y aplicado con diferentes enfoques e intenciones. Las diferencias sociales son escandalosas, dijeron los obispos en el 2005 y los partidos, de la Alianza y la Concertación, ese mismo año, prometieron programas para reducirlas.
Un año y medio después, el tema de la desigualdad había perdido notoriedad. La elite política, mediática y empresarial ni la verbalizaba ni la visualizaba. Otra vez, desde la iglesia católica asomó la cuestión: un sueldo ético debiera ser de 250 mil pesos mensuales, soltó la voz del obispo. Asombro, desaprobación y mofa fue la reacción espontánea; luego vino el reconocimiento de que algo está pendiente entre los chilenos.
La elite cuando reconoce que la mayoría de las empresas no puede retribuir esa suma, está reconociendo que el modo de organización económica vigente “no da ni el largo ni el ancho” para alcanzar ese nivel de ingreso, que se supone representa una vida digna, es decir, de personas que se sienten reconocidas, valoradas en definitiva por la sociedad.
La palabra directa de 2007, como lo fue la acción directa de 2006, descubre algo fundamental, sensible, que ha estado más o menos oculto: cómo las visiones, valores y prácticas dominantes han ido consiguiendo formar mundos cada vez más distanciados, en que los individuos compiten, en sus entornos propios, por ser reconocidos como triunfadores. Esto se muestra en ambientes de uno y otro lado de la ciudad, del llamado “Chile real”, al que unos siguen viendo exitoso y otros comienzan a verlo escandaloso.
Un llamado de atención a la desigualdad social y económica, pero también en el acceso y en el trato, lo que afecta la dignidad del ciudadano y de la persona. Un malestar provocado por formas de organización y relaciones sociales impulsadas por ideas, valores y prácticas de la elite en el poder y no por motivos naturales.
Estas condiciones se dan sin fronteras, distinguen a esta época. Lo recordaba un prominente dirigente internacional: “desde hace 25 años que los desequilibrios entre Estado, mercado y sociedad se han roto a favor del mercado”. En Chile se ha perfilado un Estado acotado, a la defensiva; una sociedad civil insignificante y un mercado libre y estimulado, donde grupos empresariales nacionales y transnacionales campean.
“Crecimiento con equidad” se prometió en los 90. Dos términos que definitivamente parecen no amigarse en un modelo de producción de desequilibrios resistentes, como el adoptado desde hace 32 años en Chile y aplicado con diferentes enfoques e intenciones. Las diferencias sociales son escandalosas, dijeron los obispos en el 2005 y los partidos, de la Alianza y la Concertación, ese mismo año, prometieron programas para reducirlas.
Un año y medio después, el tema de la desigualdad había perdido notoriedad. La elite política, mediática y empresarial ni la verbalizaba ni la visualizaba. Otra vez, desde la iglesia católica asomó la cuestión: un sueldo ético debiera ser de 250 mil pesos mensuales, soltó la voz del obispo. Asombro, desaprobación y mofa fue la reacción espontánea; luego vino el reconocimiento de que algo está pendiente entre los chilenos.
La elite cuando reconoce que la mayoría de las empresas no puede retribuir esa suma, está reconociendo que el modo de organización económica vigente “no da ni el largo ni el ancho” para alcanzar ese nivel de ingreso, que se supone representa una vida digna, es decir, de personas que se sienten reconocidas, valoradas en definitiva por la sociedad.
La palabra directa de 2007, como lo fue la acción directa de 2006, descubre algo fundamental, sensible, que ha estado más o menos oculto: cómo las visiones, valores y prácticas dominantes han ido consiguiendo formar mundos cada vez más distanciados, en que los individuos compiten, en sus entornos propios, por ser reconocidos como triunfadores. Esto se muestra en ambientes de uno y otro lado de la ciudad, del llamado “Chile real”, al que unos siguen viendo exitoso y otros comienzan a verlo escandaloso.
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