El minirelato del general (R) Gonzalo Santelices es el de un protagonista secundario y testigo de primera línea del crimen contra 14 prisioneros que, atados y vendados, no tuvieron ninguna capacidad para defenderse. Esta es una escena, ocurrida en un descampado cerca de Antofagasta, de la secuencia de delitos cometidos por oficiales y suboficiales del Ejército en un recorrido por ciudades del norte y centro del país, en lo que se denominó la “Caravana de la Muerte”.
La narración del entonces subteniente veintiañero enseña el aire de excitación que animaba a los oficiales y sus órdenes que destrozaban los cuerpos hasta dejarlos sin asomo de aliento. La eliminación fue el método de la “limpieza político-ideológica” ordenada por los mandos superiores del Ejército y a la que muchos, como Santelices, no pudieron más que rendirse, obedeciendo sin más.
La “Caravana de la Muerte” es un retrato de época. Identifica a un proceso político ordenado por el verbo eliminar. Entonces, los que tenían la palabra, o el poder total, lo conjugaron de incontables formas por todos los rincones. “Eliminar al enemigo interno”, rezaba la ideología, colgada en la Constitución de 1980 hasta que el Comandante en Jefe del Ejército, el mismo que comisionó a uno de sus generales a emprender la caravana, abandonara el gobierno.
Las imágenes salpican al lector que sigue el breve relato del hasta hace unos días novena antigüedad del ejército. La eliminación (como exterminio, aniquilamiento o matanza) fraguada por hombres nerviosos, enardecidos o enceguecidos, sin permitir ni una milésima para detenerse, pensar, dudar. Entre la orden y la obediencia no cabía nada, sino cumplirla en la quietud de una madrugada cualquiera, de una cárcel dormida y de un desierto mudo. La ciudad y el páramo manso, roto por unos hombres delirantes.
Escenas en un espacio y tiempo lejos u ocultos de “los otros”, en la “soledad del silencio”. Sólo posibles de rehacer por los presentes. Uno de ellos ha enseñado un trazo 35 años después. Era el ejército de la época, el que a través de la cadena de mando, como precisa Santelices, ordenaba eliminar.
Ese reconocimiento está pendiente, porque el ejército, junto con tener oficiales que reprocharon la práctica de la eliminación, siendo castigados, desalojados de sus cargos y retirados de la institución, éste fue conducido por un Comandante en Jefe con el respaldo de generales y oficiales suficientes para prolongar el método de la eliminación en espacios abiertos, recintos militares, cárceles secretas y en ciudades como Buenos Aires, Roma y Washington.
El mando del Comandante en jefe, general Pinochet y de los generales y oficiales que le siguieron, empuñó las armas del Ejército contra numerosos chilenos, ordenando su uso en su contra: prisioneros, desarmados e indefensos. Como lo indica el que fuera jefe de la Guarnición del Ejército de Santiago: “lamentablemente, militares que dieron las órdenes no han asumido las consecuencias de la responsabilidad del mando. Hay gente enjuiciada que cumplió órdenes, pero quienes las dieron siguen en silencio”.
El juez Víctor Montiglio tiene la palabra, y sus colegas que continúan investigando crímenes contra la humanidad.
La narración del entonces subteniente veintiañero enseña el aire de excitación que animaba a los oficiales y sus órdenes que destrozaban los cuerpos hasta dejarlos sin asomo de aliento. La eliminación fue el método de la “limpieza político-ideológica” ordenada por los mandos superiores del Ejército y a la que muchos, como Santelices, no pudieron más que rendirse, obedeciendo sin más.
La “Caravana de la Muerte” es un retrato de época. Identifica a un proceso político ordenado por el verbo eliminar. Entonces, los que tenían la palabra, o el poder total, lo conjugaron de incontables formas por todos los rincones. “Eliminar al enemigo interno”, rezaba la ideología, colgada en la Constitución de 1980 hasta que el Comandante en Jefe del Ejército, el mismo que comisionó a uno de sus generales a emprender la caravana, abandonara el gobierno.
Las imágenes salpican al lector que sigue el breve relato del hasta hace unos días novena antigüedad del ejército. La eliminación (como exterminio, aniquilamiento o matanza) fraguada por hombres nerviosos, enardecidos o enceguecidos, sin permitir ni una milésima para detenerse, pensar, dudar. Entre la orden y la obediencia no cabía nada, sino cumplirla en la quietud de una madrugada cualquiera, de una cárcel dormida y de un desierto mudo. La ciudad y el páramo manso, roto por unos hombres delirantes.
Escenas en un espacio y tiempo lejos u ocultos de “los otros”, en la “soledad del silencio”. Sólo posibles de rehacer por los presentes. Uno de ellos ha enseñado un trazo 35 años después. Era el ejército de la época, el que a través de la cadena de mando, como precisa Santelices, ordenaba eliminar.
Ese reconocimiento está pendiente, porque el ejército, junto con tener oficiales que reprocharon la práctica de la eliminación, siendo castigados, desalojados de sus cargos y retirados de la institución, éste fue conducido por un Comandante en Jefe con el respaldo de generales y oficiales suficientes para prolongar el método de la eliminación en espacios abiertos, recintos militares, cárceles secretas y en ciudades como Buenos Aires, Roma y Washington.
El mando del Comandante en jefe, general Pinochet y de los generales y oficiales que le siguieron, empuñó las armas del Ejército contra numerosos chilenos, ordenando su uso en su contra: prisioneros, desarmados e indefensos. Como lo indica el que fuera jefe de la Guarnición del Ejército de Santiago: “lamentablemente, militares que dieron las órdenes no han asumido las consecuencias de la responsabilidad del mando. Hay gente enjuiciada que cumplió órdenes, pero quienes las dieron siguen en silencio”.
El juez Víctor Montiglio tiene la palabra, y sus colegas que continúan investigando crímenes contra la humanidad.
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