La Democracia Cristiana y el Partido Comunista discuten sobre donde poner los pies en un eventual gobierno de coalición: si en el gobierno o en la calle. Todo ello después de haber compartido con satisfacción la experiencia de apoyo mútuo en las últimas elecciones municipales.
Un incordio en que ni unos ni otros saben qué tipo de gobierno estaría dispuesta encabezar la candidata silenciosa Michelle Bachelet, residente en Nueva York. Una polémica sin siquiera haber intercambiado ni una línea programática sobre objetivos, estrategias, planes y estilo de gobierno.
Parece que los partidos aún no asimilan que desde el comienzo de la transición, en los 90, la desafección de los ciudadanos respecto de la clase política que gobierna y legisla se acentúa hasta que el 60% de los chilenos, mayores de 18 años, optaron en octubre pasado por no concurrir a las urnas.
El abstencionismo, consolidado con el voto voluntario, representa que la mayoría de los chilenos rechaza o es indiferente a las propuestas de los partidos políticos. Cada vez más "no los representan", deteriorando la legitimidad de las instituciones de la democracia.
La crisis de representatividad se cristaliza en el gran distanciamiento entre el gobierno (de los consensos y disensos de la clase política) y la calle. Sería más propio que los elegidos por los ciudadanos para gobernar y legislar pusieran sus dos pies en el gobierno y en la calle y no sólo uno en los gabinetes y el otro en el espacio público o los dos pies en los despachos y hemiciclos y ninguno donde vive o malvive la gente.
Los políticos y la calle se apartaron rápidamente. Se trataba de neutralizar cualquier motivo de involución autoritaria, el miedo al Ejército comandado por el dictador (hasta 1998). Luego, en los 2000, la Concertación ( los partidos de gobierno) se acomodó en el poder sobreprotegido por el sistema binominal y optó por no tomar riesgos y acercarse a la calle a explicar los límites y posibilidades de la Constitución de los 80 reformada gradualmente, de acuerdo al visado dado por los partidos que apoyaron a Pinochet.
La economía de libre mercado crecía con desigualdad. Los grandes grupos económicos e inversionistas externos marcaban el rumbo con la complacencia de la clase política (partidos de la Concertación y de la derecha). Las ilusiones espaciadas por la sociedad se fueron en forma gradual transformando en malestar social. El 2006 fue el primer aviso serio: "la revolución de los pingüinos".
En 2011 un movimiento social puso a la clase política a la defensiva. La calle le impugnó su falta de personalidad, su complacencia y, en algunos casos, maridaje con los poderes que dominan sin límites el mercado, abusando e incluso violando sus propias leyes. El lucro en la educación pasó ser el icono que cuestiona las bases del modelo económico establecido en dictadura y perfeccionado en democracia.
El cambio pasa por el fin del sistema electoral binominal (que permite a los partidos de derecha neutralizarlo). Con un Parlamento efectivamente representativo se podría abrir un periodo constituyente para cambiar una Constitución que mantiene intocadas las bases ideológicas y normativas (quorum para reformar la Constitución y las leyes orgánicas constitucionales) de un modelo económico en que los grandes intereses privados configuran una sociedad de consumidores, desigual y fragmentada.
Un cambio de esa envergadura requiere de un gobierno con una amplia base política en el parlamento y de la calle, es decir, de un fuerte y activo apoyo social. En ambos espacios se necesitan, entre muchos otros, los dos pies de democratascristianos y comunistas.
Pero antes que eso, cabría escuchar la voluntad de la que se supone sería la Presidenta y volver a sentir y escuchar bien a ese 60% de los chilenos que, por ahora, dicen "nadie nos representa". Así, partidos y movimientos sociales podrían reunirse, discutir y acordar un programa para lograr una mayoría que posibilite sacudirse de las causas políticas y económicas que deterioran la legitimidad de la democracia y producen un malestar indudable en la mayoría de la sociedad.
Un incordio en que ni unos ni otros saben qué tipo de gobierno estaría dispuesta encabezar la candidata silenciosa Michelle Bachelet, residente en Nueva York. Una polémica sin siquiera haber intercambiado ni una línea programática sobre objetivos, estrategias, planes y estilo de gobierno.
Parece que los partidos aún no asimilan que desde el comienzo de la transición, en los 90, la desafección de los ciudadanos respecto de la clase política que gobierna y legisla se acentúa hasta que el 60% de los chilenos, mayores de 18 años, optaron en octubre pasado por no concurrir a las urnas.
El abstencionismo, consolidado con el voto voluntario, representa que la mayoría de los chilenos rechaza o es indiferente a las propuestas de los partidos políticos. Cada vez más "no los representan", deteriorando la legitimidad de las instituciones de la democracia.
La crisis de representatividad se cristaliza en el gran distanciamiento entre el gobierno (de los consensos y disensos de la clase política) y la calle. Sería más propio que los elegidos por los ciudadanos para gobernar y legislar pusieran sus dos pies en el gobierno y en la calle y no sólo uno en los gabinetes y el otro en el espacio público o los dos pies en los despachos y hemiciclos y ninguno donde vive o malvive la gente.
Los políticos y la calle se apartaron rápidamente. Se trataba de neutralizar cualquier motivo de involución autoritaria, el miedo al Ejército comandado por el dictador (hasta 1998). Luego, en los 2000, la Concertación ( los partidos de gobierno) se acomodó en el poder sobreprotegido por el sistema binominal y optó por no tomar riesgos y acercarse a la calle a explicar los límites y posibilidades de la Constitución de los 80 reformada gradualmente, de acuerdo al visado dado por los partidos que apoyaron a Pinochet.
La economía de libre mercado crecía con desigualdad. Los grandes grupos económicos e inversionistas externos marcaban el rumbo con la complacencia de la clase política (partidos de la Concertación y de la derecha). Las ilusiones espaciadas por la sociedad se fueron en forma gradual transformando en malestar social. El 2006 fue el primer aviso serio: "la revolución de los pingüinos".
En 2011 un movimiento social puso a la clase política a la defensiva. La calle le impugnó su falta de personalidad, su complacencia y, en algunos casos, maridaje con los poderes que dominan sin límites el mercado, abusando e incluso violando sus propias leyes. El lucro en la educación pasó ser el icono que cuestiona las bases del modelo económico establecido en dictadura y perfeccionado en democracia.
El cambio pasa por el fin del sistema electoral binominal (que permite a los partidos de derecha neutralizarlo). Con un Parlamento efectivamente representativo se podría abrir un periodo constituyente para cambiar una Constitución que mantiene intocadas las bases ideológicas y normativas (quorum para reformar la Constitución y las leyes orgánicas constitucionales) de un modelo económico en que los grandes intereses privados configuran una sociedad de consumidores, desigual y fragmentada.
Un cambio de esa envergadura requiere de un gobierno con una amplia base política en el parlamento y de la calle, es decir, de un fuerte y activo apoyo social. En ambos espacios se necesitan, entre muchos otros, los dos pies de democratascristianos y comunistas.
Pero antes que eso, cabría escuchar la voluntad de la que se supone sería la Presidenta y volver a sentir y escuchar bien a ese 60% de los chilenos que, por ahora, dicen "nadie nos representa". Así, partidos y movimientos sociales podrían reunirse, discutir y acordar un programa para lograr una mayoría que posibilite sacudirse de las causas políticas y económicas que deterioran la legitimidad de la democracia y producen un malestar indudable en la mayoría de la sociedad.
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